En aquel momento y en aquel principio era un perro peludo, con
aspecto de chacal, que a veces se le veía pasear solitario desde nuestro balcón. Una especie de sombra huidiza deslizándose bajo la
luz de las farolas.
Poco después irrumpió en nuestras
vidas como un soplo de luz. Como una casualidad o una causalidad.
Enseguida advertimos que iba a ser nuestro mejor amigo; uno de esos
seres que te enseñan y te aportan algo nuevo cada día.
Tenía
su curriculum: abandono, refugios y, muy probablemente, una educación a
base de palos. Todo eso no pudo quebrantar la nobleza de su espíritu
porque no era un ser perteneciente a este mundo. Nos regaló su presencia
y su bondad y los últimos años de una vida muy machacada que, quiero
pensar, fueron sus mejores tiempos.
Fue un artista feliz y
famoso en el barrio que arrancaba sonrisas a las chicas y engatusaba a
cualquiera con su cola proyectada hacia el centro perfecto de algo que
sólo él era capaz de intuir.
Su luz todo lo inundó y nos hizo crecer.
Cedía su plato (como un perfecto caballero) cuando uno de los gatos quería probar su comida.
Jamás se quejó, ni de sus dolores ni de tener que esperar a que lo
bajaran a la calle por un despertar tardío. Su nobleza hizo que se
convirtiera en el rey de la casa, como un príncipe destronado al regreso
de su destierro.
Jamás exigió nada y nos regaló una
percepción limpia de telarañas. Y quiero pensar que, de alguna forma,
estábamos predestinados a conocernos.
Nos honró con su presencia y el privilegio de haber vivido a su lado quedará como una cicatriz en nuestros corazones.
P.D.
Yo tenía un album de los fantásticos e injustamente olvidados Hood y lo
perdí en una de mis incontables mudanzas. Hace unos
días, como si fuera un sortilegio, encontré una copia de ese disco en la calle y, ahora, cada vez que
suena en el coche cierta canción, me acuerdo de Rodolfo.
Su título reza: Tú eres lo más valioso del mundo.
Un gran abrazo allá donde te encuentres mi gran amigo. Nos veremos en el último claro del bosque.