domingo, 30 de agosto de 2015

Recuerdo cuando era un niño y el barrio donde me crié era como un pueblo sembrado de campos donde el asfalto aún no reinaba.
Recuerdo cuando trepaba a árboles que semejaban gigantes inalcanzables que había que derrotar.
Recuerdo el asombro de ver desplazarse las nubes a una velocidad que casi provocaba el vértigo, encaramado a esas ramas que eran como los huesos de la tierra.
Recuerdo escuchar música sobre un tejado de hormigón, que protegía a los animales de la intemperie, mientras comíamos higos que crecían al alcance de las manos.
Recuerdo los saltos y las risas en la cima de un inmenso palleiro que parecía arder bajo el sol del verano.
Recuerdo aquellos campos detrás de la casa de mis padres donde los chavales nos juntábamos para jugar al fútbol o montar inmensas batallas campales.
Recuerdo pisar las uvas con los pies descalzos y sentir como una canción en la piel.
Recuerdo rodar "a rebolos" sobre la hierba y dejar la ropa echa un cristo por el verdín.
Correr a través de los campos de maíz que nos parecían inmensos laberintos.
Asombrarse con la explosión violenta de todas aquellas golondrinas que poblaban cada centímetro de cielo en los veranos eternos.
Estremecerse ante los vuelos de los murciélagos que casi rozaban la piel, al caer la noche, mientras nuestras madres nos llamaban a voces para volver a casa.
Y recuerdo a muchos niños. Algunos han crecido y siguen formando parte de mi vida. Otros se han desvanecido entre la niebla de los años. Primos, vecinos, rodillas llenas de costras por las heridas del caer y volverse a levantar con una sonrisa...
Y recuerdo, sobre todo, a mis hermanos: El Chacho, El Gnomo, La Ana...
Ojalá la vida me de muchos años para veros reír y que tengáis bien claro que siempre voy a estar cerca.
Hay gente que vive y otra que dormita pensando que vive... Nosotros somos un rio.

[17/8/2015]

sábado, 15 de agosto de 2015

Doble esqueleto.

El día en que nacíó los cielos vomitaron fuego y el Minotauro, agazapado en su laberinto alfrombado de huesos humanos, quiso ocultar la última prueba que lo condenaría.
La comadrona intuyó que algo raro ocurría desde el mismo instante en que sus manos de tacto reseco percibieron esa extraña vida que latía al revés.
Este niño no viene sólo; gritó. Pues no solamente había un sexto dedo en el pie izquierdo del infante sino que eran dos seres pegados que compartían una misma piel.
Los ciéntíficos que comulgaban con la secta que ostentaba el poder se escandalizaron con aquella mutación aberrante que poseía dos cabezas y doble esqueleto. Trataron de separar a los dos seres que latían con un corazón compartido y los encerraron en jaulas ocultas bajo el mar, en lugares donde las corrientes subterraneas pergeñaran un muro líquido entre los dos.
Con el paso del tiempo uno de ellos logró salir a la superficie y extendió su estirpe de guerreros inmortales por los arrecifes de un mundo desolado por la herrumbre. El otro, el oscuro, decidió vivir bajo las aguas. Allí construyó, a su imagen y semejanza, como un semi-dios torcido, un mundo que fluctuaba a merced de las algas y los volcanes submarinos.
Llegado ese momento, los científicos decidieron soltar las riendas de su experimento militar situándolos frente a frente, en un campo de batalla podrido por espinas y cuchillas aceitadas.
Los dos hermanos que una vez compartieron el mismo cordón umbilical, la trama de adn que se extendía como una trenza de sueños y niebla, visualizaron los puntos débiles de cada uno; los órganos donde debían golpear primero.
Se acercaron y, tras adoptar la pose de defensa y ataque, siguiendo los dogmas y el entrenamiento de la secta, fueron conscientes de que el iris artificial de sus ojos vibraba de una forma similar. Como un ritmo paralelo susurrando a través de campos sembrados por espigas en donde los reptiles retienen su impulso por un momento congelado.
Se detuvieron el uno frente al otro, bajaron sus brazos que eran como artefactos de guerra y se reconocieron como iguales ante el crepúsculo de un mundo que languidecía entre borrascas de lluvia ácida.
Destrocemos a esos putos científicos; dijo uno.
Guíame y yo te sigo; dijo el otro.

(Dedicado a mi hermano Natxo. Todos te esperamos, androide)