lunes, 25 de enero de 2016

Los Odiosos 8 [Dirección & Guión: Quentin Tarantino][2015]

Tras el desastre de resquemores, desconfianza, rabia, orgullos rotos, dolor y frustración (resacas comunes al término de cualquier guerra y más aún en el caso de una nación partida en dos) que dejó tras de si la guerra de secesión estadounidense, una serie de personajes quedan atrapados por una ventisca invernal, en una parada para diligencias de montaña llamada La Mercería de Minnie. Uno de ellos es un famoso cazarrecompensas, John Ruth, alias La Horca (jamás había visto a Kurt Russell tan apabullante) que lleva a la ciudad de Red Rock a la sanguinaria delincuente Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh, mi chica favorita del cine independiente norteamericano de los 90) para que la cuelguen por sus crímenes y cobrar los 10.000 dólares de recompensa.
Lo que Tarantino nos muestra entre esas cuatro paredes (amparado en un estílo único en si mismo a pesar de beber de miles de fuentes que los críticos cinematográficos han ninguneado desde siempre) es un drama de desconfianzas, envuelto en un clima de tensión, que consigue hacernos sentir el advenimiento de un desastre que nos va a devorar a todos. Sus personajes son hombres rudos forjados en un infierno donde sobrevivir y no tener lazos es lo más inteligente. Las localizaciones son mínimas (exteriores cubiertos de nieve, el interior de una diligencia y la posada de madera en donde se sitúa el 90% de la historia) y no necesita más para desplegar un juego de naipes que te mantiene en vilo a lo largo de las 2 horas y 47 minutos que dura esta cosa que es una película pero también podría ser una obra de teatro.
Tarantino no va a llevarse el oscar ni creo que le interese. Es un maestro en dotar a sus obras de una lógica que se recompone con el recurso de "esto pasó antes de llegar a este punto" y cuadrar las cosas antes de tatuar The End en el centro de la pantalla.
Y tiene un don muy importante para mí. Siempre, siempre se rodea de actores que saben como narrar con apenas miradas. Nunca busca el típico renombre que pueda atraer al público a las salas, trabaja con la gente que admira. Para mí, ver una película que incluye a Samuel L. Jackson, Tim Roth, Jennifer Jason Leigh, Michael Madsen (dónde estabas metido, cabrón) y Bruce Dern, en un escenario conformado por unos pocos metros cuadrados, me atrapa.
Creo que mientras en Hollywood buscan el resplandor de los dólares, Quentin Tarantino disfruta haciendo lo que hace y eso se nota.
Y que no he mencionado como se utiliza la violencia aquí; es casi arte. Y que no he mentado que Ennio Morricone es el autor de la partitura original. Y no he dicho que la cámara siempre está colocada en el lugar que más abarca y que más muestra (fantásticos esos planos desde arriba a través de los tablones del techo y el seguimiento de un moribundo entre las patas de los caballos). Y que no he llegado a decir (¿o tal vez lo he dejado entrever?) que esto, al menos para mí, es una grandiosa película con la que Hitchcock disfrutaría, eso sí, tras unos cuantos tequilas.
Simplemente decir que Quentin es un grande y que ha confeccionado una obra tan musical como llena de arte.

domingo, 24 de enero de 2016

Mi Calle.

La calle en donde vivo es un mosaico poblado por caracteres a cual más surrealista. Como un mapa de la naturaleza humana se despereza cada día empujando a sus habitantes (que se desplazan como luces recorriendo la gran arteria de una especie de ecosistema que no deja de transformarse) a la vida, a la locura, al saludo, a la lucha. Los adoquines palpitan con la energía de las huellas y los elementos atmosféricos son un simple decorado en el que los protagonistas reales son las personas que construyen su día a día. Y yo, que tengo la curiosa facultad de adaptarme y enriquecerme con los cambios, puedo sentir que este lugar es como una especie de república independiente del resto de la ciudad. Una zona aparte donde la velocidad y el ruido del asfalto se transforma en otra cosa, en otro tipo de ritmo.
En ese sitio está mi hogar actual desde hace 7 meses y medio. Y es mi casa número 13 (una cifra que me ha marcado, me protege y no me abandona) y en su interior hay 13 escalones que separan las dos partes de la vivienda. Abajo enseguida cae la noche y arriba estalla la luz que viene del mar.
Los moradores de esta plaza ya me conocen y se han acostumbrado a mi presencia intrusa, a mis idas y venidas. Parece que han comprendido, al igual que yo, que encajo en este lugar en donde todo se transforma a cada día.
Está Emma, la señora de los gatetes, un ángel de pelo blanco que ejerce de hilo conductor para que la armonía reine. Siempre una palabra amable, siempre una sonrisa.
Está el yonkarra más cojonudo que he conocido nunca (atención que soy de Coya y he conocido a cientos).
El predicador que, una vez a la semana y si el tiempo lo permite, dedica la tarde a esgrimir su idioma incomprensible desde su púlpito o balcón (tened en cuenta que si los vientos os llevan hasta aquí en esos momentos, os dará la chapa desde las alturas y, si pasáis de él, os gritará: Un Respeto!).
La bruja de bata rosa que saca a pasear su perro a las 12 de la noche y que le monta unas broncas impresionantes con una voz que es como un crujido que viene de tierras calcinadas por el fuego. ¡Venga, vamos, mea de una vez que hay que ir para casa que hace frío! Sin problema, el lenguaje corporal de su perrete es sinónimo de placidez y bienestar. Comprende que es su actitud habitual y es música para sus oidos pues significa callejear.
La chica bohemia y guitarrista. El gran tunante que sólo lo encuentro en ciertas juergas y lejos de aquí. La taberna gobernada por viejas barricas de vino que sólo abre por las mañanas. Los gatos, perros y mi murciélago que hace tiempo que no veo. Los hipsters que tengo enfrente y sus luces de discoteca que rebotan en las paredes. El señor del sombrero que un día me pidió un par de euros y no se quedaba tranquilo hasta devolvérmelos...
Y el sonido de las mangueras regando la calle para que, al día siguiente, vuelva a florecer la vida, el ciclo vital.
Estoy bien aquí. Me siento conectado.


domingo, 3 de enero de 2016

Me ha pasado algo realmente explosivo y supongo que solamente la muchachada que no podría vivir sin leer cada día me entenderá.
Son muchas tundas navideñas ya, y hoy, intentando  recuperar mi cordura al despertar, traté de navegar por las páginas de Trópico de Capricornio, escrito por Henry Miller en 1936, antes de volver a las calles. Y algo me reconcome por dentro.
Veamos, creo que desde que tengo uso de razón quería leer este libro, pero, como es imposible estar en todas partes al mismo tiempo, un privilegio que sólo posée Crom, nunca lo había hecho hasta que hace poco me lo pillé de segunda mano.
Habita en mi cuarto de baño. Está ahí con su aspecto inocente. Simplemente unas tapas duras que protegen un puñado de páginas. Lo abres y lees. Pero no lees, te caes a un precipicio de espinas y fuego.
A ver, tengo unos cuantos añitos encima y he conocido a muchos hijos de puta en mi vida, pero casi estoy por pensar que las palabras que están impresas en ese libro son los bastardos más grandes que he tenido ante mis ojos. Y tan sólo voy por la página 54 de las 279 furias escritas. Y me da por pensar que dónde coño estuve metido todo este tiempo sin leer a Henry Miller. Es casi como encontrarse a un amigo. Como alguien que te conoce hasta la médula y escribe para tí.
Eso no es un escritor, es un terrorista de las palabras. Es perfecto, complejo, pasional, demoledor... Es exactamente lo que busco en un artista.
Comprende toda la miseria de la sociedad norteamericana y lo escupe como si la vida le fuera en ello. Es realmente grandioso.
Joder, Henry Miller es un como un dios caído que arranca la piel para enseñarte lo que se oculta bajo sus tripas.
Incluso yo, que adoro a William Burroughs. Jack Kerouac, Roberto Bolaño y demás serpientes que han utilizado la literatura como una máquina trituradora, me rindo ante Trópico de Capricornio.
Hacia mucho tiempo que un libro no me hacía hervir de esta manera.