domingo, 12 de julio de 2015

Esta tarde, justo en el momento culminante de un asesinato, me ha venido a la cabeza que, uno de los actos de amor más grandes que alguien haya hecho alguna vez por mí (o al menos yo lo he valorado así, pues al final dan igual los diamantes y los palacios resplandecientes y lo que permanece son los pequeños momentos que nos hacen sentir bien), fue no hace mucho, cuando cojeaba cual lisiado de guerra por culpa de mucho currar y mucha fiesta sobre mis pies. Exactamente en el último festival de Cans.
A mi lado estaba una especie de topilla mutante que me dijo dos cosas: "¿Qué número de pie calzas"? y "No te muevas de aquí que vuelvo ahora mismo".
Se introdujo por una puerta dimensional y reapareció en un breve instante con unas plantillas confeccionadas con piel humana. "Ponte esto. Es una orden!" Y allí, en plena calle, introduje el par de objetos en la oscuridad de mi calzado de atravesar desiertos. Juro que fue como una explosión. De repente, mis derrotados pies se transformaron en alas y mi corazón se ensanchó como el mar. Incluso quise probar mis nuevos poderes pateando la cara de un gendarme que pasaba por allí. Aseguro, aunque parezca una chorrada, que fue un momento de resurgimiento y maravillas.
Y ese recuerdo se ha encadenado con un lejano día en el que estaba introducido en la espesura de un bosque con mi añorada perraka Agua.
Tan sólo sé que, al echarla en falta correteando salvajemente a mi vera, miré hacia atrás y la vi desesperada en el suelo a unos 100 metros de mi, combatiendo contra su propio hocico. En un instante vi que la perdía. Puede que la mordedura de una serpiente o un alma errante de las que suelen habitar los bosques. Corrí hacia ella, abrí sus fauces con el alma encogida por lo que me pudiera encontrar en su interior, y vi la espina más grande que ha existido nunca clavada entre sus dientes y viajando hacia el interior de su garganta.
Fue complicado, pues mi niña no paraba de agitarse sobre si misma como si estuviera poseída por una desesperación paralela a la mía, pero conseguí arrancar esa espada tan afilada como mis propios sueños. La arrojé lejos con un grito y la reacción de esa añorada chica de cuatro patas fue una de las cosas más gigantescas que he visto nunca hasta el punto de caérseme las lágrimas. Empezó a correr a mi alrededor y a saltar sobre mí con una energía que me derrumbó en el suelo mientras me comía a besos. Todo ello emitiendo unos sonidos de alegría que jamás habia escuchado en un ser de este mundo.
Se que solo era una perra, pero, en muy contadas ocasiones, he conocido a un ser tan increíble, complejo y lleno de vida.
Simplemente dos momentos mínimos que han asaltado mi mente sin pedir permiso.
Y creo que la vida está construida con pequeños instantes arrebatadores. Es la opción o virtud de cada uno el saber vivirlos.
Y también creo que la magia siempre está en el aire y que es bien capaz de anidar en nuestros huesos. Es simplemente cuestión de tener el sistema nervioso, los pulmones, las tripas y el corazón abiertos a la brisa que sopla desde el centro del mar y los desiertos.

viernes, 10 de julio de 2015

El mar hacia dentro.

Rodolfo Cachemiro se sentía indispuesto. Realmente no sabía si era debido a que su mujer estaba dentro de la nevera, convertida en carne picada, o a que su perro había regresado a casa con un ojo de más. La cuestión es que sentía como sus huesos iban asomando al exterior y su piel retrocedía rellenando ese espacio hueco. Se estaba convirtiendo en un hombre vuelto del revés.
Caminaba hacia atrás; se alimentaba de fuera hacia dentro; sus insultos se volvían contra si mismo; los vinilos giraban en sentido contrario en su gramófono de madera; comenzaba los libros desde el último capítulo; trataba a los niños como si fuesen adultos y a los mayores como si fuesen infantes; salía por las ventanas y entraba sin haber salido...
Y, un buen día, un portero de un local nocturno le dijo: muchacho, a ti no te voy a dejar entrar pero si salir.
Entonces se perdió por las calles sembradas de adoquines y maravillas hasta llegar a donde el mar percute con un rumor como de pulmones sordos y musicales. Se hundió en las aguas, o eso fue lo que él creyó. Lo cierto es que las aguas se habían hundido en él. Las aguas y una simple molécula de un prestamista ahogado cientos de años atrás que, a partir de ese día, compuso una canción, sólo para él, que se transformaba a cada despertar pero su letra era siempre la misma: No tienes edad, nunca la tendrás. Vuelves a las raíces y siempre serás un niño a medio hacer... Un humano a medio hacer... Es la única filosofía: Aprender.